Un símbolo del siglo XX americano está cayendo a cámara lenta. Pemex, la empresa estatal que un día fue el emblema de la prosperidad mexicana, va camino de ser rescatada por el Gobierno. Ni la reforma energética, que puso fin a 76 años de monopolio estatal, ni su posición de privilegio en México la han librado del tsunami petrolero. Su pasivo alcanza los 190.000 millones de dólares y sólo en los nueve primeros meses de 2015 acumuló pérdidas por valor de 20.000 millones de dólares. Este declive, agudizado por la depreciación del peso, ha llevado a la Secretaria de Hacienda a anunciar un eventual plan de salvamento. A cambio de capitalizarla y mejorar su régimen fiscal, la petrolera tendrá que someterse a un fuerte ajuste, cuyos términos aún se desconocen, pero que, según los expertos, incluirán despidos y recortes masivos.
Las alarmas vienen sonando desde hace años. En 2004, México producía 3,3 millones de barriles, ahora solo 2,26 millones. A la par, su deuda ha ido aumentado y sus mastodónticas estructuras laborales (150.000 empleados y 100.000 jubilados) se han mantenido anquilosadas. A ello se ha sumado una extrema dependencia estatal. Aunque el país ha jibarizado el impacto del sector petrolero en la economía (ahora apenas llega al 3% de PIB, tres veces menos que hace 20 años), las arcas públicas siguen viviendo a sus expensas: hasta un 30% de los ingresos públicos proceden de Pemex. Esta sangría, que se traduce en una carga fiscal del 70%, ha sido determinante para su mala salud.
Frente a este cuadro febril, la crisis del crudo ha bloqueado cualquier intento de reanimación. El barril ha llegado a caer por debajo de los 20 dólares, cuando hace año y medio tocaba máximos de 100. Su valor, ahora mismo, es el más bajo en una década y, para colmo, el deterioro no ha dejado de acelerarse: sólo en las dos primeras semanas de enero la mezcla mexicana de exportación se hundió un 25%.
El golpe es profundo. Nadie confía en que los indicadores de Pemex mejoren a corto plazo. Por el contrario, la agencia Moody’s ha rebajado su calificación internacional (de A3 a Baa1) y ha advertido que la petrolera aumentará su deuda “sin lograr incrementos sostenidos en producción o eficiencias operativas”. En este laberinto, las salidas se han ido reduciendo y han convertido en casi obligada, según los especialistas, una intervención directa del Ejecutivo.
El eventual rescate, esbozado por el todopoderoso secretario de Hacienda, Luis Videgaray, consistiría en darle apoyo financiero a la empresa estatal a cambio de un plan de sostenibilidad. “El Gobierno federal como accionista al 100% no puede ser indiferente a esta situación. Pero la acción fundamental es que Pemex tome decisiones de ajuste en su gasto, de mayor eficiencia, de priorizar inversiones y de aprovechar la reforma energética para fortalecer su futuro”, dijo el zar económico. Más detalles ofreció el subsecretario de Ingresos, Miguel Messmacher, quien indicó que, si Pemex se somete a una cura de adelgazamiento, el Gobierno estaría dispuesto a inyectarle capital y permitir que aumente su deuda.
La posibilidad de que la petrolera se resista a esta presión es nula. Aunque la reforma energética le dio mayor autonomía, sus decisiones estratégicas siguen bajo supervisión del Ejecutivo. En esta línea, la empresa ha iniciado en los últimos meses un fuerte plan de saneamiento: ha renegociado con los proveedores, acotado alianzas internacionales y abandonado las áreas de negocio menos rentables. Incluso ha sellado un espinoso pacto para retrasar las jubilaciones. Pero todas estas medidas han corrido más lentas que el vertiginoso desplome del crudo. Un sismo que sorprendió a la reforma energética cuando daba sus primeros pasos.
El efecto de este desplome ha sido doble. El más palpable ha sido lastrar la histórica apertura al capital privado y extranjero. Pero también, en el interior, ha deslucido una medida política de alto riesgo. El fin del monopolio petrolero, un arcano que durante décadas fue intocable en México, tuvo una gestación dolorosa y puso fin al acuerdo motriz de las reformas que impulsó el presidente Enrique Peña Nieto. El PRD, la fuerza hegemónica de la izquierda, abandonó el Pacto por México y movilizó a sus bases en contra. Pese a ello, la decisión de Peña Nieto generó una ola de optimismo internacional. Había roto con el pasado y se esperaba una avalancha de miles de millones de dólares. El futuro, sin embargo, no quiso ser fiel a las expectativas. Y aunque los expertos consideran que el cambio fue positivo, la reforma energética no ha traído todavía los frutos deseados a México.
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