Esta historia llena de anécdotas podrá parecer triste, pero yo me quedo con los episodios felices.
21 de agosto de 1993: suena el teléfono de casa y Mary, una chica que nos ayudaba en la casa, me dice: Don Jorge, le habla un señor que dice que es el Gobernador.
Tome la bocina extrañado, porque, por mi labor periodística, tenía algunas charlas con él, pocas veces telefónicas.
Y si, era el quien tras un breve preámbulo a manera de saludo, me dio la noticia.
“Tu papá tuvo un accidente; aparentemente lo asaltaron y luego le dispararon”, me comentó.
Yo quedé frío, incrédulo. “¿Estás seguro Mario?”, pregunté entre incrédulo y nervioso. “Hablé con él hace un momento porque estaba en una casa de cambio consiguiendo unos dólares”, le dije.
“Es la información que tengo, pero déjame corroborar y te marco de nuevo”, respondió.
La nueva llamada llegó minutos después (una eternidad para mí), sólo para confirmarme la noticia.
Poco después, un cercano colaborador del Gobernador, nos contactó para apoyarnos y ubicar el lugar donde quedó el cuerpo de mi padre.
Los detalles allá quedan, sólo recuerdo que al funeral de mi padre fueron cientos de amigos y que los elementos de la Dirección de Tránsito, de la cual fue director general, le hicieron un homenaje. No consuela, pero se agradece.
Jorge Iván Acevedo Torres era su nombre completo y nació un 26 de diciembre de 1934. Es decir que no llegó a cumplir 59 años.
Si hiciera un recuento de su vida como padre, podría decir que no era el mejor, sobre todo en un principio, pero luego fue mi mejor amigo y lamento que lo haya perdido muy pronto.
Cuando éramos niños teníamos un padre ausente al que sólo veíamos, acaso, dos veces al año. Mamá se ocupaba de nosotros, pero murió muy joven, cuando yo apenas tenía 9 años. Fue un episodio que marcó nuestras vidas.
Nosotros éramos cinco hermanos y pudimos ser media docena, pero justamente el sexto fue el motivo de la muerte de mamá, quien no obedeció los ordenamientos médicos de que no podía embarazarse por ciertos padecimientos.
Mi padre se enteró del episodio casi una semana después y también para él cambio todo: se quedó viudo con cinco hijos, su madre anciana y un hermano cuadripléjico que también eran atendidos por mamá.
Su mundo de padre escurridizo se vino abajo, a menos de momento, y tuvo que renunciar a su trabajo y sus andanzas.
Supe que con la ayuda y consejos de dos buenos amigos, Mauro Vargas y Jacobo Daguer, llegamos a Chetumal a comenzar una nueva vida, nada fácil, pero en la niñez uno siempre busca la felicidad hasta en los peores escenarios.
Eran los buenos tiempos de Chetumal como zona libre y me papá se hizo cargo primero de El Teniente, una tienda de don Mauro Vargas, y luego, con el apoyo financiero de Jacobo Daguer, tuvo la propia a la que llamó “El Comanche”, como le llamaban sus amigos y conocidos por su pasado en la policía federal.
Duró poco. Ya nosotros estábamos encomendados en una casa de huéspedes de la cual les platiqué en una entrega anterior, y mi padre volvió a las andadas cuando un compadre que era líder de la entonces CNOP y también diputado federal, Augusto Briceño, lo invitó a trabajar como su secretario particular.
Eso le llevó a hacer nuevas amistades que, poco tiempo después, lo trajeron de nuevo a Quintana Roo de forma permanente, ahora a Cancún, como ya platiqué antes, en el trienio 1978-1981 con el presidente municipal Felipe Amaro Santana y papá como Director de Seguridad Pública.
Para entonces, la familia ya estaba disgregada; mis tres hermanas mayores prácticamente habían salido huyendo de las circunstancias en que vivíamos, mi abuela falleció y yo “heredé” a mi tío enfermo del que fui por años su “lazarillo”.
Pero en Cancún la historia iba a ser diferente y cambiaría poco a poco para bien.
De eso platicamos en la siguiente entrega.
Por: Jorge Acevedo Marín
Este artículo fue publicado originalmente en quintanaroovivo.com y es reproducido con el permiso expreso de sus autores Para leer el artículo original visite https://www.quintanaroovivo.com/post/___pa
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