“No puedes despedir a tu personaje.
Solo puedes inventártelo, o decidir serlo”
(Keith Richards)
En algún momento de mediados de la década pasada, Keith Richards decidió que había llegado el momento de contar su historia. Asegura que durante años durmió solo dos veces por semana. Eso, sumado a la intensidad con la que ha exprimido sus horas de vigilia, le lleva a calcular que, a sus 71 años, ha vivido el equivalente a tres vidas.
Luego están sus numerosos escarceos con la muerte, imprudentes o fortuitos. El primero, siendo solo un bebé. Durante la Segunda Guerra Mundial la familia Richards escapó de Dartford (Reino Unido) a un lugar más seguro, y su madre contaba que, cuando volvieron a casa, los proyectiles de la Luftwaffe habían alcanzado la cuna de su hijo. Sobrevivió a la batalla campal de Altamont, a diversos incendios, a la heroína; casi muere aplastado por sus libros y, más recientemente, tras caerse desde un árbol en las islas Fiji. Todo ello ha cimentado la leyenda de que Keith Richards es, aparte de las cucarachas, el único organismo que sobreviviría a una hecatombe nuclear. Entre la vida y la muerte había, pues, mucho que contar.
La realidad y la leyenda se mezclan concienzudamente en la biografía de la oveja negra de la banda de rock más importante de la historia. Su pis probablemente no es azul, por mucho que lo diga su amigo Tom Waits en un poema que le ha dedicado. Pero sí es cierto, por ejemplo, que en 2007 esnifó una pizca de cenizas de su padre que se cayeron sobre la mesa, reconoce, antes de esparcir el resto bajo un roble que había plantado en su honor. “Para el 99,9% de la gente, Keith Richards era solo un hombre con un canuto en una mano y una botella de Jack Daniel’s en la otra”, comprendió el protagonista, “maldiciendo el hecho de que la licorería ya haya cerrado”. Había que desmitificar, pero solo lo justo. Su vida es su vida, ya era tarde para inventarse otra.
Los Stones estaban inactivos después de una gira que terminó en 2007. Animal de rock and roll, Richards no lleva bien los parones. Así que se puso a mirar atrás. Escribió un libro, Vida, con la ayuda del periodista James Fox, publicado en 2010 con tanto éxito que prácticamente reinventó el género de las memorias de una estrella del rock. Y después, por primera vez en 23 años, volvió al estudio sin los Stones para grabar su homenaje personal a la música con la que ha crecido. Lo hizo sin prisas, arropado por sus amigos, y el resultado es Crosseyed Heart, el tercer disco en solitario de sus 50 años de carrera, que ve la luz ahora. Un álbum con sabor a testamento musical.
Los únicos tiempos en que hago cosas solo son los periodos durmientes de los Stones. Dormidos, como los osos, nunca sabes cuándo despertarán”
Recibe a El País Semanal en una suite de un hotel elegante de la avenida George V parisiense. Habla con su voz cascada de barítono, salpicando su discurso con risas de esas que devienen en tos, y mueve las manos como tocando acordes en el aire. Resulta imposible no fijarse en ellas. En ese grueso anillo de una calavera que, aunque quisiera, ya nunca podrá salir por las falanges hipertrofiadas de unos dedos que llevan más de medio siglo sujetando cigarrillos y produciendo los riffs más famosos del mundo.
Junta las palmas de esas manos huesudas y las pega a un lado de la cara para explicar cómo acabó, tanto tiempo después, metido de nuevo en un estudio para grabar sus canciones. “Los Stones habían entrado en uno de sus periodos de hibernación”, cuenta. “Dormidos, como los osos. Y nunca sabes cuándo se van a despertar. No sonaba el teléfono, no había llamadas, nadie que dijera vamos a trabajar. Los únicos tiempos en que hago cosas solo son los periodos durmientes de los Stones. Ya sucedió a finales de los ochenta, cuando hice mi primer disco en solitario [Talk is cheap, 1988]”.
Pero esta vez era distinto. Para cuando terminó sus memorias, su satánica majestad se dio cuenta de que se había convertido en un hombre de familia, una faceta que no había cultivado hasta entonces. Y era feliz. Un abuelo que disfrutaba de sus lecturas, de la compañía de su esposa, de sus hijos y, sobre todo, de sus nietos.
Al margen del tabaco, el alcohol y un porro de marihuana californiana al despertarse, Keith Richards asegura que ha dejado las drogas. Los tiempos en que utilizó su cuerpo “como un laboratorio” han quedado atrás. La única adicción que no ha conseguido superar, explica, es la de la música. De ahí el título del recién estrenado documental sobre su figura, dirigido por el oscarizado Morgan Neville para Netflix. Under the Influence, que se podría traducir como “colocado”, no se refiere a las muchas sustancias que le han acompañado en su vida. Se refiere a la música. Sumada al libro y al disco, la película constituye la tercera pata de esa especie de testamento en vida, de ese ejercicio de hacer balance en que ha estado inmerso. El metraje incluye sesiones del nuevo disco, viejo material de los Stones y viajes a los lugares, de Nashville a Chicago, que han forjado su bagaje musical. Es un homenaje a sus maestros. A la música, su gran adicción.(Agencias)
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